jueves, 10 de febrero de 2011

Cuento número uno: Escaleras



Me siento en el sillón, lápiz y papel a mano, y espero. La habitación está igual que hace años, las paredes forradas de bibliotecas, las botellas de whisky vacías y rellenas con arena, los libros con sus tapas de cuero verde o bordó y letras doradas, la cama prolijamente hecha, los libros sobre las mesas y más libros guardados en cajas, la lámpara sobre la mesa de luz, el placard, el cuadro viejo. Aún me recuerdo con ocho años, desempacando y hurgando entre las cajas de mudanza en busca de algún objeto maravilloso, fascinada por los teléfonos viejos, los vestidos y sombreros que luego serían suntuosos disfraces, ensimismada en un libro de Anastasia Nikolayevna repleto de fotografías en blanco y negro.
El chillido rechinante de los goznes de la puerta (en un cartel colgado con la imagen de un bulldog se lee “CUIDADO: DITO”) anticipa la entrada de mi abuelo, con su andar lento y ceremonioso, su espalda recta, su mirada serena. Luego de un largo abrazo vuelvo a sentarme en el sillón. Lo miro:

—      ¿Me contás? — sonrío.
Estoy lista para dejarme arrastrar, una vez más, como si fuera esa niña que buscaba hadas entre las margaritas, a ese país de ensueño que son las narraciones de mi abuelo.
Lento y parsimonioso acomoda los almohadones y toma asiento en el sillón que está a mi derecha. Carraspea apenas, entrelaza sus manos y mira a la distancia.
—     En el año 1939 —comienza Dito con su voz profunda y tranquila, como iniciando un largo viaje—, mi familia se mudó de Belgrano a Vicente López.  El chalet que alquilaron estaba en las calles 25 de mayo y San Martín. La dirección exacta de la casa... —hace un esfuerzo por recordar, titubea un momento y continúa: — La dirección exacta era 25 de mayo 1499. La entrada estaba justo en la esquina, y el chalet estaba en el medio del terreno, aislado; no contactaba con ninguna otra casa. Ahí vivíamos mi papá, mi mamá, mi tía Sarita y nosotros tres, tres hermanos. En ese tiempo hacíamos la vida común de siempre, pero una noche sucedió… — vacila un instante. Lo miro con ansias, expectante. “¿Qué sucedió?”, pienso, incitándolo mentalmente. Pero su serenidad jamás se ve alterada.
Se detiene. Lo miro, maravillada, como cada vez que soy partícipe de sus relatos. Abstraídamente se rasca la nuca cubierta de su pelo corto y blanquecino. De pronto viene a mí un recuerdo de mis cinco o seis años, descostillándome de risa porque mi abuelo, en ese entonces con el pelo aún oscuro y largo, se peinaba los bigotes y las cejas emulando un científico loco.
—     Bueno, mi papá era médico interno del Sanatorio Podestá y, al hacer guardia, venía noche por medio a casa. Esa noche mi papá todavía no había llegado, así que estábamos cenando sin él. En cierto momento, mis hermanos, mi mamá y la mucama, que comía con nosotros, sintieron que abrían la puerta. Oyeron la puerta de entrada, que  no se veía dese el comedor porque había una arcada que la tapaba. Luego oyeron el golpe de la puerta cerrándose, la llave que trababa la cerradura; y unos pasos que subían caminando la escalera de madera que daba al primer piso. “Ahí viene Daddy”, gritaron mis hermanos y mi mamá, creyendo que era mi padre quien había llegado. “¡Ahí viene Daddy!”. Entonces corrieron por las escaleras a saludar a mi papá... pero no había nadie.
No le quito la mirada de encima, pasmada, fascinada. Me pregunto si será cierto, si habrá sucedido realmente – pero jamás habrá forma de constatarlo. Así que simplemente decido creer. Dito, siempre alto, siempre correcto, siempre con sus modales calmos y pausados, me mira un segundo y luego continúa, entrelazando sus dedos nuevamente:
—     No fue la única vez que algo así sucedió. Pasó muchas veces – no varias veces seguidas, pero era algo que sucedía de vez en cuando.
Se detiene una vez más, dubitativo, considerando las diferentes maneras de comenzar la historia que sigue.
—     Un hermano de mi papá tenía un campo en Santa Fe, y a veces, cuando venía a Buenos Aires a hacer algunos trámites, se quedaba en casa; le habían dado una copia de la llave para que pudiera entrar cuando quisiera.
Era de noche, tarde; mi papá no estaba, porque estaba de guardia, y mi tía Sarita estaba recostada en la cama grande que había en su habitación.
1939, o tal vez algunos años más tarde. Una casa grande, antigua, con escaleras y pisos de madera. Una mujer en el baño, otra recostada en su cama, los labios color rojo anaranjado, el cabello corto y con bucles. Tres niños con pantalones cortos, chaleco y boina.
—     Mis hermanos estaban en su pieza y yo estaba en la pieza del fondo, que era la más grande, donde también había otra cama en la que dormía mi tío Raúl cuando se quedaba en casa —me explica, su voz profunda y lenta—. Mi mamá estaba bañándose y sintió a mi tío Raúl que abría la puerta con llave, la cerraba y volvía a trabarla, subía las escaleras y caminaba por el pasillo hasta entrar a la pieza donde estaba su cama. Seguramente estaría cansado y querría usar el baño; entonces, mi mamá gritó desde el baño: “¡Raúl, Raúl, vení, enseguida te dejo el baño, que ya termino!”. No hubo respuesta. Mi madre continuó con su tarea, y al terminar salió del baño y fue a buscarlo a la pieza que estaba enfrente para avisarle que ya podía usarlo, si quería; pero para su sorpresa, Raúl no estaba: sólo estaba yo durmiendo en mi cama.
Mi mamá quedó desconcertada, pero para cerciorarse de lo que había oído y no quedarse con la duda le preguntó a mi tía Sarita.
“Decime, Sarita, ¿llegó Raúl?”
“Sí”, le dijo Sarita, “yo sentí que abrió la puerta, subió la escalera y entró a su pieza”.

jueves, 3 de febrero de 2011

Cuentos a la luz de la vela - Prólogo y algo más

A todos nos gustan los cuentos. Cuentos de hadas, de piratas, de ciencia ficción, de misterio. Nos gustan por eso, porque son cuentos; porque la realidad no siempre es agradable, porque en la realidad existe lo imposible, lo triste, lo obsceno, la guerra y la miseria. Y alejado, allá a la distancia, en un mundo ajeno, rodeado de una magia sutil y tornasolada están los cuentos, las camas mullidas, la niñez, el abrazo materno, lo imposible hecho posibilidad. Pero pienso que, además de eso, los cuentos tienen algo más. Tienen ese noséqué tan desarraigado de la vida cotidiana de café instantáneo, trenes, valijas y subtes, esas ganas de desconectarse, de, al menos por unos minutos, dejarse llevar por la voz narradora.
Cuando evoco memorias de mi infancia, me es indispensable trasladarme a la casa de mis abuelos allá por el año 98.
Allí, en un en una estructura casi como la que describe Hesse en Demian, estaban a la vez el mundo claro y el oscuro. El verano, las mariposas anaranjadas en las flores, el jardín de la quinta, la pileta, los perros, la casita de madera, el árbol de nísperos, el gnomo de la salamandra que nos agasajaba con chocolates todos los inviernos. También las Navidades con sus guirnaldas, el olor de las cartas escritas en marcador dorado con los pedidos más estrafalarios e incoherentes, las luciérnagas que intentábamos atrapar en frascos de vidrio, el aroma a torta, los helados, el ruido de los envoltorios, el olor a espiral, los gestos de asombro y los juguetes nuevos.
Mi momento favorito, sin embargo, era el que tenía lugar durante algunas noches mágicas. Era el mundo misterioso, lleno de susurros y secretos, que se rompía como un encantamiento sobre nuestras cabezas.  Este otro mundo tenía lugar entre nosotros en pocas ocasiones; pero a diferencia del mundo de Sinclair no era un mundo temido, morboso, retorcido y pecaminoso. Era una isla a la que no siempre accedíamos, un momento tan único y deseable como un trébol de cuatro hojas o un pelo de unicornio. Era un instante en el que todo era posible; de alguna manera u otra, la conversación nos había arrastrado hasta ese punto. Y ahí estábamos, entre copas de vino, el frío de las noches de verano y la música de los grillos. “En el chalet de Granny en San Fernando…”, empezaba alguno, con el aire de quien cuenta una leyenda o una confidencia. Y bastaba con esa única frase para saber que, sin quererlo, habíamos entrado a esa burbuja secreta y misteriosa que eran las narraciones de mis abuelos.
Y no había opción más que escuchar. Nadie se oponía a conformar parte de este secreto mágico, puesto que en ese momento no había secreto ni historia más importante, ni música más solemne que el murmullo de la voz de mis abuelos.
En la hora en que todo es posible, en que las hadas son reales, los duendes se esconden en la chimenea, el reloj da sus campanadas y el viento canta sus secretos más insondables, en esa hora mágica y perfecta, nos reuníamos en ronda, mandíbulas colgantes, los ojos entornados, la mirada perdida en mundos lejanos y recuerdos de cosas que jamás habíamos vivido, las cabezas ladeadas, los las piernas recogidas sobre los almohadones o colgando de las sillas, y nos dejábamos arrastrar en el dulce arrullo de las historias de fantasmas, aparecidos y premoniciones. No podíamos más que abandonarnos al murmullo de la voz de Dito y Martita, a la melodía de sus leyendas tan palpables y cercanas, a sus historias de aparecidos, casas encantadas y voces misteriosas. No existían lugar ni tiempo; todos nuestros sentidos estaban concentrados en tan sólo oír los misterios que nos serían revelados. No podíamos más que abandonarnos a las imágenes que salían de sus bocas y se dibujaban en el aire; la única condición era oír bien… y creer. Y nosotros nos abandonábamos gustosos, nos dejábamos arrastrar por esa incansable marea de enigmas y encantamientos que son los cuentos, nos permitíamos creer.
A todos nos gustan los cuentos. Pero lo mejor de éstos es que no eran tan cuentos. Eran realidades, ciertas o no; pero eran reales, y eso es todo lo que importaba. Era una puerta miniatura, una rendija en la pared entre lo real y lo increíble por la que nos permitíamos espiar el mundo de lo fantástico y ver que, quizá, después de todo, no estaba tan lejos como creíamos.
Y con este libro, lo único que espero es que el lector, arrellanado en su sillón preferido, acurrucado en la mullida comodidad de su cama o hasta sentado en un incómodo y extraordinariamente rígido asiento de tren pueda, al igual que en mis días de infancia, simplemente desconectarse por unos segundos, dejarse llevar; que puedan abandonarse como yo lo hacía, trasladarse a un cálido hogar en invierno, a una misteriosa noche de verano, olvidar por un momento el mundo de maletines, boletos de subte y facturas, y simplemente sumirse al encanto de estas historias para poder, al menos por unas horas, creer que la magia es posible. Sí, por sobre todas las cosas, creer.

Introducción

Me siento en el sillón, lápiz y papel a mano, y espero. La habitación está igual que hace años, las paredes forradas de bibliotecas, las botellas de whisky vacías y rellenas con arena, los libros con sus tapas de cuero verde o bordó y letras doradas, la cama prolijamente hecha, los libros sobre las mesas y más libros guardados en cajas, la lámpara sobre la mesa de luz, el placard, el cuadro viejo. Aún me recuerdo con ocho años, desempacando y hurgando entre las cajas de mudanza en busca de algún objeto maravilloso, fascinada por los teléfonos viejos, los vestidos y sombreros que luego serían suntuosos disfraces, ensimismada en un libro de Anastasia Nikolayevna repleto de fotografías en blanco y negro.
Por fin llega Dito, siempre alto, siempre correcto, siempre con sus modales calmos y pausados. Lo miro:
—     ¿Me contás? — sonrío.
Estoy lista para dejarme arrastrar, una vez más, como si fuera esa niña que buscaba hadas entre las margaritas, a ese país de ensueño que son las narraciones de mi abuelo.