Me siento en el sillón, lápiz y papel a mano, y espero. La habitación está igual que hace años, las paredes forradas de bibliotecas, las botellas de whisky vacías y rellenas con arena, los libros con sus tapas de cuero verde o bordó y letras doradas, la cama prolijamente hecha, los libros sobre las mesas y más libros guardados en cajas, la lámpara sobre la mesa de luz, el placard, el cuadro viejo. Aún me recuerdo con ocho años, desempacando y hurgando entre las cajas de mudanza en busca de algún objeto maravilloso, fascinada por los teléfonos viejos, los vestidos y sombreros que luego serían suntuosos disfraces, ensimismada en un libro de Anastasia Nikolayevna repleto de fotografías en blanco y negro.
El chillido rechinante de los goznes de la puerta (en un cartel colgado con la imagen de un bulldog se lee “CUIDADO: DITO”) anticipa la entrada de mi abuelo, con su andar lento y ceremonioso, su espalda recta, su mirada serena. Luego de un largo abrazo vuelvo a sentarme en el sillón. Lo miro:
— ¿Me contás? — sonrío.
Estoy lista para dejarme arrastrar, una vez más, como si fuera esa niña que buscaba hadas entre las margaritas, a ese país de ensueño que son las narraciones de mi abuelo.
Lento y parsimonioso acomoda los almohadones y toma asiento en el sillón que está a mi derecha. Carraspea apenas, entrelaza sus manos y mira a la distancia.
— En el año 1939 —comienza Dito con su voz profunda y tranquila, como iniciando un largo viaje—, mi familia se mudó de Belgrano a Vicente López. El chalet que alquilaron estaba en las calles 25 de mayo y San Martín. La dirección exacta de la casa... —hace un esfuerzo por recordar, titubea un momento y continúa: — La dirección exacta era 25 de mayo 1499. La entrada estaba justo en la esquina, y el chalet estaba en el medio del terreno, aislado; no contactaba con ninguna otra casa. Ahí vivíamos mi papá, mi mamá, mi tía Sarita y nosotros tres, tres hermanos. En ese tiempo hacíamos la vida común de siempre, pero una noche sucedió… — vacila un instante. Lo miro con ansias, expectante. “¿Qué sucedió?”, pienso, incitándolo mentalmente. Pero su serenidad jamás se ve alterada.
Se detiene. Lo miro, maravillada, como cada vez que soy partícipe de sus relatos. Abstraídamente se rasca la nuca cubierta de su pelo corto y blanquecino. De pronto viene a mí un recuerdo de mis cinco o seis años, descostillándome de risa porque mi abuelo, en ese entonces con el pelo aún oscuro y largo, se peinaba los bigotes y las cejas emulando un científico loco.
— Bueno, mi papá era médico interno del Sanatorio Podestá y, al hacer guardia, venía noche por medio a casa. Esa noche mi papá todavía no había llegado, así que estábamos cenando sin él. En cierto momento, mis hermanos, mi mamá y la mucama, que comía con nosotros, sintieron que abrían la puerta. Oyeron la puerta de entrada, que no se veía dese el comedor porque había una arcada que la tapaba. Luego oyeron el golpe de la puerta cerrándose, la llave que trababa la cerradura; y unos pasos que subían caminando la escalera de madera que daba al primer piso. “Ahí viene Daddy”, gritaron mis hermanos y mi mamá, creyendo que era mi padre quien había llegado. “¡Ahí viene Daddy!”. Entonces corrieron por las escaleras a saludar a mi papá... pero no había nadie.
No le quito la mirada de encima, pasmada, fascinada. Me pregunto si será cierto, si habrá sucedido realmente – pero jamás habrá forma de constatarlo. Así que simplemente decido creer. Dito, siempre alto, siempre correcto, siempre con sus modales calmos y pausados, me mira un segundo y luego continúa, entrelazando sus dedos nuevamente:
— No fue la única vez que algo así sucedió. Pasó muchas veces – no varias veces seguidas, pero era algo que sucedía de vez en cuando.
Se detiene una vez más, dubitativo, considerando las diferentes maneras de comenzar la historia que sigue.
— Un hermano de mi papá tenía un campo en Santa Fe, y a veces, cuando venía a Buenos Aires a hacer algunos trámites, se quedaba en casa; le habían dado una copia de la llave para que pudiera entrar cuando quisiera.
Era de noche, tarde; mi papá no estaba, porque estaba de guardia, y mi tía Sarita estaba recostada en la cama grande que había en su habitación.
1939, o tal vez algunos años más tarde. Una casa grande, antigua, con escaleras y pisos de madera. Una mujer en el baño, otra recostada en su cama, los labios color rojo anaranjado, el cabello corto y con bucles. Tres niños con pantalones cortos, chaleco y boina.
— Mis hermanos estaban en su pieza y yo estaba en la pieza del fondo, que era la más grande, donde también había otra cama en la que dormía mi tío Raúl cuando se quedaba en casa —me explica, su voz profunda y lenta—. Mi mamá estaba bañándose y sintió a mi tío Raúl que abría la puerta con llave, la cerraba y volvía a trabarla, subía las escaleras y caminaba por el pasillo hasta entrar a la pieza donde estaba su cama. Seguramente estaría cansado y querría usar el baño; entonces, mi mamá gritó desde el baño: “¡Raúl, Raúl, vení, enseguida te dejo el baño, que ya termino!”. No hubo respuesta. Mi madre continuó con su tarea, y al terminar salió del baño y fue a buscarlo a la pieza que estaba enfrente para avisarle que ya podía usarlo, si quería; pero para su sorpresa, Raúl no estaba: sólo estaba yo durmiendo en mi cama.
Mi mamá quedó desconcertada, pero para cerciorarse de lo que había oído y no quedarse con la duda le preguntó a mi tía Sarita.
“Decime, Sarita, ¿llegó Raúl?”
“Sí”, le dijo Sarita, “yo sentí que abrió la puerta, subió la escalera y entró a su pieza”.
2 comentarios:
Ay
qué alucinante
y qué miedo,
a veces es paja sentir la emoción esa de escalofrios, otras veces da cositas... miedo x_x
ay!
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