viernes, 28 de noviembre de 2008

Escrito en la arena

Cada uno de los papeles tenía ese aroma particular, en el instante en que abría el sobre sabía que era de ella. Antes de decidirse, sin embargo, a rasgar el borde, le gustaba adivinar, jugar con el sobre a contraluz para que su blancura de paloma revelara algún secreto transformándose en un amarillo translúcido, recorrer con las yemas de los dedos como leyendo en Braille cada rugosidad del papel, sentirlo, disfrutarlo, hasta que la curiosidad arrebataba su delicada paciencia y no podía más que dedicarse a comprobar qué tan acertado había sido su intento – y casi nunca fallaba, ya estaba a unos pasos de ser declarado no oficialmente experto en intuiciones.
Era esa peculiaridad de sus instintos que lo sorprendía hasta el punto de divertirse con sus propios aciertos. En algunas ocasiones las coincidencias eran tan absurdamente cómicas que no podía evitar lanzar una carcajada que rompiera el aire como un cristal.
Independientemente de aquel aroma que sellaba todos los sobres, cada carta escondía su particularidad, un secreto que la diferenciaba de todas las demás cartas. Principalmente porque nunca tenían letras, ni siquiera en el sobre. Del lado delantero, el destinatario estaba identificado con una mancha: verde, irregular, inconfundible. Nadie podía engañarse y creer que estaba dirigido hacia otra persona, era inequívocamente suyo.
La primera carta que abrió sólo escondía sensaciones: invisibles, inodoras, incoloras. Se halló a sí mismo embargado de una risa que no podía contener, entregado a ese cosquilleo que surgía del centro del cuerpo; luego, una metamorfosis interna le empañaba los ojos, una mezcla de ternura y nostalgia, hasta ser una explosión de ira que se disolvió en una paz interior en la que se dejó flotar hasta el sueño.
La siguiente fue una agradable brisa que mutó en un ventarrón, casi destrozando su habitación con su cara de tormenta de verano.
Luego fue una lluvia de hojas secas; en el instante en que abrió el sobre comenzaron a brotar como una fuente, mientras el suelo se inundaba de hojas secas, alrededor de la lámpara de pie, sobre los sillones aterciopelados, debajo del piano se extendía una alfombra de otoño resplandeciendo en rojos, dorados y cobrizos.
Después vinieron más, polillas revoloteando en una nube de polvo, olores de media tarde con pasteles de frambuesas, pastafrolas y hebras de té, melodías lejanas de algún reino mágico y remoto.
A pesar de estas características distinguidas, el asombro lo había abandonado hace tiempo ya; fue la última carta la que más lo desconcertó, ya que jamás hubiera esperado una noticia como aquella. Por lo general ella estaba alegre, llena de ilusiones y esperanzas, sonreía (él no podía verla, pero sabía que sonreía, y que era hermosa). Pero esta vez fue distinto.
En cuanto un golpe en la puerta lo despertó de su ensimismamiento, se precipitó a encontrarse con ese tan anhelado mensaje que llegaba todas las semanas.
Sonriente, con el corazón galopando, sostuve el sobre en las manos temblorosas. Lentamente lo aproximó a su rostro. Su olfato jamás fallaba, ese aroma era inconfundible. No tenía nombre, ni se parecía a ningún otro aroma, simplemente era olor a Ella, su esencia; este sobre, de todas formas, venía acompañado por algo más. Un ligero vestigio de tristeza, quizá también algo de culpa, pero sobre todo tristeza.
¿Qué escondería esta vez? ¿Una arruga? ¿La oscuridad de la noche? ¿Un suspiro? Estaba asustado, perdido, sin saber qué esperar.
Con calma, intentando tomar todo a la ligera y no desesperar, se dejó caer en el mejor sillón encendiendo un cigarrillo. Cerró los ojos, y soltando una última bocanada de humo caliente, llevó sus dedos al borde del sobre decidido a abrirlo, olvidando el juego previo.
Instantáneamente, un líquido liviano y transparente comenzó a gotear, rodando hasta su regazo como los primeros indicios de lluvia, lo cual lo desconcertó aun más. ¿Lluvia? ¿Era acaso ésa su tristeza? Imposible, con los ojos cerrados no hacía frío ni viento, ni siquiera un leve soplido de hielo, aunque una sensación helada partía de adentro suyo.
La extraña llovizna se deslizaba, ligeramente más espesa, empapando ahora sus zapatos de cuero y medias grises que parecían una pasta húmeda aplastándose bajo sus pies, subiendo por los pantalones que se adherían a sus piernas en un remolino de tela mojada y piel.
Entre todo aquel embrollo de agua, una de las gotas saltó a su boca entreabierta. Claramente húmeda, pequeña, salada. ¿Un océano? No. Un océano sin su verde y sin sus peces de colores no podría ser un regalo suyo. Demasiado triste para ser de ella y su eterna sonrisa.
Una repentina curiosidad lo impulsó a mirar dentro del sobre, cosa que jamás se había atrevido a hacer. Nada. Agua y más agua. Y luego, tristeza, una melancolía gris y agobiante que finalmente lo iluminó y comprendió todo. Las lágrimas de sus ojos que se mezclaban con las otras lágrimas sumergiendo el living-room, le decían que no sabía si volvería a recibir otro de esos sobres mágicos.