viernes, 14 de agosto de 2009

Automne



Automne au ciel brumeux, aux horizons navrants.
Aux rapides couchants, aux aurores pâlies,
Je regarde couler, comme l’eau du torrent,
Tes jours faits de mélancolie.

Automne - G. Fauré






Tenía los ojos castaños como el otoño, eso siempre lo había dicho. Tan lindos, marrones, profundos. Ella los miraba y pensaba en un hada, en un bosque.
- Caminemos un rato – le dijo él. Ella asintió. - ¿Viajaste bien? – Asintió de nuevo, siempre callada.
No estaba muy segura por qué, pero empezaba a hacer calor y con cada rayo de sol sentía un poco más de miedo, como si los halos dorados no fueran una caricia cálida, sino que más bien la atravesaban dolorosamente. Sabía que iba a ser corto.
Él paró en seco, miraba al suelo, a una hoja muerta que yacía al pie de un árbol. Un roble quizá; su atención estaba acaparada en algún otro lado.
- ¿Pensás hablar? – le espetó un poco brusca, arrepintiéndose al instante. No era su intención ser grosera, pero quería que todo fuera lo más rápido posible.
- Sí, pero esperá. Dame un momento. Tiempo. – respiró lenta y profundamente, como cada largo hálito le perforara los pulmones, como si cada vez que el aire entraba le doliera en el alma.
Sí, tiempo. Y también dicen que el tiempo cura. Pero, “¿No era acaso el tiempo la sustancia de todo sufrimiento? ¿No era el tiempo la causa misma de todo temor y toda tortura?”. Lo último que quería en ese momento era aun más tiempo de espera.
- Mirá, Verónica... No lo quiero alargar más.
Ahí viene. Ahí se acerca, ahí se oye el avión de guerra, el silbido apagado y lejano, ahí se aproxima Hiroshima.
- Nada más es que...
- Mirame a los ojos – le suplicó.
- ¿Qué? – respondió él, con un aire un poco confundido.
- Eso, que me mires a los ojos.
- Bueno... – alzó la vista, y le clavó la mirada hasta el fondo, si es que existía un fondo, con sus ojos de otoño, que a ella tanto le gustaban. Cuando retomó, un poco reticente, le temblaba ligeramente la voz:- Se terminó, Verónica. Perdoname, de verdad... – Verónica desvió la mirada -. No, no, escuchame. Escuchame, mirame a los ojos. Vos me pediste que te mirara, ahora mirame. Tenía que...
- Decime una cosa – lo interrumpió, insertándole las pupilas nuevamente en el otoño de sus ojos.
Él hizo silencio, obediente. Ella volvió a callar. Retomó, luego, con un fino hilo de voz suspendido en la garganta:
- Decime una cosa... ¿todavía me amás?
Y entonces, en Otoño llovió.