jueves, 22 de enero de 2009

Prejuicio

La de la derecha era una adolescente típica, con anteojos de sol grandes aunque afuera estaba bastante nublado, pantalones ajustados que probablemente brillarían en la oscuridad y un bolso que podría llevar cómodamente a una ballena franca austral. Mascaba chicle con la boca abierta y miraba por la ventana, de a ratos dándole una mirada al celular. Sencillamente aburrida, común. Tenía cara de estúpida, de esas chicas jóvenes que prefieren salir a bailar y declararse embriagadas y descontroladas después de tomar un licor de melón antes que ver una película verdaderamente buena en el cine o leer un libro. Posiblemente bajara en San Miguel, o alguna de esas zonas más bien céntricas en donde los locales atiborrados de vidrieras se apretujan entre la gente que dispara a través de las calles como misiles.
Dos asientos más adelante había otra mujer que parecía venir del interior. De Tucumán. O Mendoza. Mendoza, en realidad, tenía más cara de mendocina. Quizá se llamaba Roxana, el pelo oscuro bajaba en ondas hasta los hombros gordos que se veían
debajo de una musculosa azul eléctrico, la opulenta cintura doblándose en varias capas hasta las caderas anchas con pantalón blanco. Los pies con zapatos de plataforma dorados se cruzaban, y en el regazo llevaba una cartera de cuero barata que hurgaba con sus manos y sus uñas largas y rígidas como un pico de loro. Por el olor a acondicionador barato que salía de su cabello crespo, y la manera en que buscaba dentro de su cartera, separando con cuidado de no romperse las uñas, podría decirse que era peluquera, o empleada en una manicura.
Guillermo desvió la vista hacia el asiento siguiente. Un hombre que... Momento. Volvió a la mendocina. En realidad tenía más cara de llamarse Claudia. Claudia, ero era, Claudia estaba mejor. Ahora sí. Un hombre (a quien le dio el nombre de José) que se rezagaba contra la ventana, la cabeza semi-colgando como una marioneta muerta, se erguí
a de a ratos, causando la impresión de no estar muy seguro en donde bajarse. Lo cual era una contrariedad, ya que su apariencia delataba a un hombre cansado volviendo de su trabajo diario, repetitivo, monótono, idéntico cada día. La piel morena estaba aun más bronceada y cuajada por el sol, así que seguramente trabajaba en las calles. Su bolsito de tela rojo decía que era vendedor ambulante. Lo imaginó subiendo y bajando de tren en tren, de colectivo en colectivo, con su bolsito rojo repartiendo golosinas derretidas por el calor y que inspiraban poca confianza a pasajeros que lo ignoraban espléndidamente y no estaban interesados en lo más mínimo en comprar alguna de sus baraterías. Sino también encajaba en un escenario de calle, parado en un puesto de diarios o vendiendo facturas resecas, aireadas y excesivamente dulces en una esquina. Lo vio llegando a su casa, pequeña, de uno o dos ambientes, con las paredes mohosas y repletas de grietas; su mujer sería una ama de casa descuidada que en su vida intentó buscar trabajo, ya que fue educada para servir a su marido. Cuando él llega al anochecer, se sienta a la mesa destartalada y cubierta con un mantel de plástico con quemaduras de cigarrillo mientras ella se dedica a cebarle mates, el perro hambriento se acerca a pedir algún bizcocho intoxicado por las moscas, y los niños (de nueve años para abajo) corren de un lado al otro, a los gritos, y él está cansado de su trabajo, de su vida, de su familia. Guillermo sintió pena por él.
Le faltaban por lo menos cuarenta minutos para llegar a destino. Suspiró. Lo mejor sería continuar el juego. A unos pocos pasos, una muchachita medio machona se sentaba con las piernas abiertas y auriculares que resonaban en una percusión aturdidora. Practicaba inútilmente una finura falsamente femenina, con una pollera de jean y una remera escotada que no podían esconder sus tatuajes de delincuente sobre sus brazos musculosos ni sus zapatillas de callejera. Si bien durante el día intentaba parecer un poco más presentable, por las noches le gustaba juntarse con amigos a tomar cerveza, fumar mucho y comer pizza, quizá hasta gritara los goles en los partidos, y no tenía ninguna aspiración más que continuar
con su trabajo mediocre de cajera de supermercado y tener dinero suficiente para salir de parranda todas las noches y volver borracha a su casa, acostarse con cualquiera y dormir cuatro horas diarias sobre una cama vomitada, para luego levantarse y atender a su trabajo en el supermercado y escaparse a fumar en los baños.
Al lado de Claudia iba, desgreñado y cansino, un obrero, con su musculosa blanca sucia y remendada, la piel oscura y arrugada sobre la alta frente de cejas espesas, los ojos frenéticamente escudriñando con disimulo. Imaginó que llevaría una vida igualmente triste y aburrida que José, aunque en una faceta más solitaria y oscura. Imaginó su casa a-punto-de-derrumbarse, bebiendo vino en cartón, conteniendo una furia carmesí en sus profundos ojos negros, salivando en las calles y golpeando paredes o, incluso algunas veces,
mujeres.
Un Alberto de rulos abundantes y anteojos descendió por la puerta del medio, seguido por un muchacho rubio de unos veintitantos años, no muy alto, bastante robusto. Llevaba una camiseta simple, quizá un poco ajustada para su cuerpo panzón, con alguna leyenda que no llegaba a leer. Sobre su espalda cargaba una voluminosa mochila gris y naranja, que hacía juego con la gorra del mismo color. Era inconfundiblemente un adicto a los videojuegos que pasa horas a oscuras, achanchado sobre un sillón en la sala de estar (no pudo más que imaginárselo de color naranja y considerablemente desgastado), iluminado únicamente por la fuerte luz azulada de la pantalla que le da un aspecto extrañamente mortecino, como un cadáver ahogado. Seguramente se frustraba con facilidad, escupía insultos mascullados entre dientes mientras su cara se tornaba en un gran globo rojo, y agraviara con ofensas racistas.
Mientras tanto, una mujer con la que era su sobrina caprichosa y algo petulant
e, y una anciana que se conservaba en buen estado, subían y se acomodaban.
La tía con su remera rosa y su aire de trabajar en una tienda de ropa para adolescentes y jóvenes que le ofrecía descuentos, y su sobrina malcriada enfurruñada en una asiento no cautivaron su atención.
Sí lo hizo, en cambio, la anciana. Era una vieja bastante ágil, apenas rozando los sesenta años. Se vestía con soberbia, enteramente de negro, a excepción del reloj de pulsera dorado y la cadena reposando sobre su cuello que brillaban a la par de su pose altiva cual águila. Sonreía con alegría, aunque no era la dulce viejecita indefensa que apenas si puede caminar. Había que ser honesto, era dueña de un enorme carisma que enseguida generaba simpatía.
Era como la abuela divertida que regala dinero y juguetes costosos
a sus nietos, que siempre los recibe con la alacena llena de galletas, golosinas y postres, que evita con ellos todas las normas absurdas. Conversa de todo un poco con la madre, quien ríe mucho, y reta con cariño al padre por dejar los zapatos tirados en el living-room, o armar un sándwich de restos de alimentos avejentados en la heladera.
Entonces otra idea cruzó por su cabeza, la de la verdadera historia de aquella anciana divertida; la original, la que se esconde detrás de su sonrisa impostada y se refleja en sus ojos maliciosos.

La observó allí erguida, fría, calculadora, distante, elucubrando planes siniestros que la beneficiarían, ansiosa por sobrecargar a quien quisiera escucharla con profecías mustias. Era hábil, la muy hijadeputa, una excelente arpía perversa y manipuladora que sometía a su familia entera a sus antojos. Con dulces compraba a los nietos, para luego exigirles que siguieran al pie de la letra sus costumbres, que rezaran con ella antes de cenar; con adulaciones e historias seducía a su nuera con historias deslumbrantes y le ofrecía todo tipo de ayuda y regalos, para luego husmear en la cocina y recetarle cómo y qué ingredientes utilizar o criticarle las masitas. Con su hijo, en cambio, era mucho más dir
ecta: ya desde niño lo tiene atrapado entre sus garras, con una simple mirada es capaz de hacerlo obedecer como un perro con la cola entre las patas, que compre tal o cual cosa para decorar la casa, que lleve a sus hijos a este colegio que siempre le pareció correcto, o que los eduque de esta otra manera.
Sucia mentirosa, manipuladora. Dictadora, tirana, hijadeputa. Me da asco, pensaba Guillermo, inconscientemente frunciendo la nariz, apestado por el hedor de mil cloacas. Asco. Me exaspera con su presencia repulsiva, tramposa vieja rancia, ma
nzana podrida empastada de tentaciones, víbora seductora sedienta de servirse de otros, serpiente vendedora de sueños falsos, aprovechadora. La imaginó colándose en las filas del banco, dirigiendo aquí y allá, humillando a su marido inválido y algo senil. La odiaba, la detestaba, e incluso esos verbos parecían minúsculos al lado de la inmensa sensación de exacerbada repugnancia que lo perturbaba. Luchaba contra sí mismo para no levantarse de su asiento, para retener sus ansias de saltar sobre su cuello forrado de piel colgante y acogotarla como una gallina.
No lo soportaba más. Debía hacerlo, era la lucha final. Sentía ac
aso como un deber de librar al mundo de semejante bestia de perfidia; el timbre que determinaba el último round ahogaba los pasos de su corazón, mientras el vehículo se arrimaba a la acera. Entonces la vieja bajó, dejándolo desconcertado, con la ira a flor de piel. Qué más da, pensó, si total es sólo otra anciana desconocida que viaja en colectivo.

3 comentarios:

Olivia Alivio dijo...

Me encantó. Muy buenas descripciones. Supiste traducir bien lo que muchos nos ponemos a pensar arriba de un colectivo.-Muchos o muy pocos, en realidad no sé. Siempre pensé que por analizarlo así estaba medio chapa (ya lo estoy sin analizar nada) pero veo que no soy la única.

Agus Pelayo dijo...

Es una genialidad. Aparte de que es todo lo que la gente loquita como nosotros suele imaginar en un micro o en cualquier otro lugar donde halla gente desconocida,imaginándose historias de vidas ajenas y bondades y maldades que te hacen tomar partido por uno u otro desconocido, destaco sobre todo que escibís maravillosamente. Tu estilo, tu prosa, me recuerda a Sábato y Cortázar cada vez que la leo. Espero nos sigas dando material!

RODOLFO GRIJALVO dijo...

Flaca, muy bueno, de verdad, muy bueno...