domingo, 25 de enero de 2009

Sans Titre

Esperaba sentada al lado de aquel ventanal en el café, mirando, aguardando. Eran las diez y siete minutos, habían acordado para las nueve y media, pero claro, él siempre había sido impuntual, y sintió una punzada de odio en la boca del estómago. Al final lo vio cruzar la calle, siempre peinado y con esos trajes impecables, el portafolio en la mano.
Entró al café, sus ojos de pronto encontraron un rostro familiar, y con una sonrisa se acercó y se sentó, y pidió un café con medialunas porque estaba hambriento y cansado por el trabajo.
Sí, el siempre cansado, pensó, siempre tenía algo, siempre un dolor de cabeza, o fatiga, o lo que fuera, por más mínimo en insignificante, siempre que ella estuviera mal, él tenía algo peor de lo que quejarse. Y aunque tenía muchas ganas de decírselo, sonrió.
— Llegaste un poco tarde, ¿qué pasó?
— Se atrasó un poco el tren, no sabés lo que fue la espera, hacía un calor infernal
Sí, vení a hablarme del calor a mí, pensó, ayer me tuviste dos horas y media esperando abajo del sol.
— ¿Ah, sí? Mirá vos, yo ni lo sentí... Qué bárbaro, che. ¿Y el trabajo?
— Bien, bien, pero estoy cansadísimo — tomó un sorbo de café —. Te veo más rellenita, ¿subiste de peso?
Infaltable una crítica de su parte. No sabía si era a propósito o de estúpido nada más...
— Sí, puede ser, la verdad que ni me pesé.
— Qué buenas están las medialunas... ¿Querés? Comé, están buenísimas.
Cínico, pensó, hijo de puta. La táctica de siempre, insultar, y ofrecer, atacar, y acariciar, apuñalar y besar.
— No, no, gracias, no tengo hambre.
— ¿Seguro?
— Sí, seguro
— Bueno, está bien... ¿Y ese vestido? ¿Es nuevo?
— No, hace tres meses que lo tengo...
— Ah, qué raro. No me gusta mucho cómo te queda ese color, hay otros mejores... Igual está bien, si a vos te gusta.
Calmate. Respirá hondo. Tranquila.
— Sí, puede ser... No es uno de mis vestidos favoritos, igual. ¿Che, querés ir a dar una vuelta?
— Ahora no, estoy muy cansado...
Por supuesto, para ella nunca tuvo tiempo y jamás lo tendría. Siempre que tuvieran que salir a algún lugar juntos él estaba cansado. Pero cuando lo llamaban sus amigos para jugar al fútbol, o alguna de sus “amigas”, pensó con cierto recelo, para salir a cenar, se curaba en seguida. Hipócrita.
— Dale, terminá el café y vamos a caminar por ahí.
— Bueno, pero esperá que me tomo una aspirina.
Accedió, el hipocondríaco. No podía evitar tener algún malestar por alguna tarde. Miralo, cómo exagera, cómo frunce el ceño y se toca la frente.
— ¿No tendré fiebre, che?
No, qué vas a tener fiebre, con la cantidad de remedios que ingerís por día alcanza para el dolor de cabeza de medio batallón de soldados con piernas amputadas.
— No sé, después cuando volvemos a casa te fijás, traigo el termómetro y te tomamos la temperatura.
Con una mano llamó a uno de los empleados del café, y ella lo miraba, al borde de la histeria, repudiando cada movimiento, cada gesto que hacía.
— Ah, por cierto... Para esta noche cociné pizza.
— ¿Cocinaste? ¿Vos? — se río con sarcasmo —. No me gusta mucho la masa casera, además siempre te sale muy harinosa.
Dejá de quejarte por todo lo que hago, por dios, dejá de quejarte. Algún día...
— Pero mirá que la hice con receta, medí bien las cantidades y todo, ¿eh?
— Como digas...
Esa respuesta indiferente la sacaba de quicio. La enloquecía, la irritaba profundamente. Pero nuevamente, al levantarse, sonrío. Salieron tomados del brazo, (sentía asco, repulsión por ese ser pernicioso, sucio, enfermizo, pero disimuló), caminaron dos cuadras, llegaron a la plaza y se sentaron en un banco. A esa hora no había nadie, así que metió la mano en el bolsillo del tapado.
Y poniéndole la punta del revólver en la nuca, lanzó una carcajada lunática, y descargó con la última bala todos los años de odio acumulados dentro suyo, la bronca, el dolor, las lágrimas que se había guardado por miedo a alterar su vida cotidiana, y mientras él la miraba con ojos vacíos, muertos, abiertos por el horror, ella reía, reía con carcajadas frenéticas, con una euforia incontenible, y el temor de ser descubierta era ofuscado por una alegría inconmensurable.
— ¿Te pasa algo? Estás muy pálida... En realidad casi siempre estás pálida, pero ahora todavía más, parecés enferma...
Sonrió.
— No, nada, estaba pensando... No te hagas problema, pavadas mías. ¿Volvemos a casa?