Cuando empezaron los golpes, afuera la noche estaba llena de ojos, el viento frío del otoño refrescaba las veredas y barría las hojas secas. El tic tac de las agujas corría una interminable carrera, marcando las pisadas del tiempo que apestaba a humedad y encierro.
Reinaba una especie de silencio respetuoso, como aquel que se establece en una sala de hospital, como una sutil capa de quietud estática. Las voces eran nada más que el sueño de un susurro amortiguado; el cadáver de la torta de cumpleaños ¿feliz? yacía entre migajas de tristeza, las colillas colmando el cenicero que esperaba una nueva llovizna de estrellas grises, los vasos con gaseosas baratas a medio tomar sobre la mesa.
Al primer ruido nadie dijo nada; fue después del segundo o tercero que las miradas se buscaron incómodas al no poder ignorar el continuado ataque de los puños que arremetían contra las persianas, o la pared, o la puerta, todo contenido dentro de aquella habitación en la que se encontraba encerrado, ave y león enfurecido en cautiverio.
— ¿Querés que vayamos yendo?
Los golpes se hicieron más insistentes, como queriendo liberarse. Pero no eran las paredes las que lo enjaulaban. Pum, pum. Cada estallido era una aguja en una herida jamás cicatrizada.
Carlos se levantó de su silla, y las miradas intentaron distraerse nuevamente en sus quehaceres, pero la atención se centraba disimuladamente en esas cuatro paredes donde él estaba, brutal y herido, bestia y víctima, ahora extirpando su agonía en aullidos y lamentos.
En la calle a lo lejos sonaba la música, se oía como si fuera de otro mundo el aire de fiesta.
Néstor encendió sus L&M mentolados con manos temblorosas, reteniendo las lágrimas que los ojos no lloraban, en su nerviosismo crónico. Los cigarrillos eran su única salida de escape por la que despedía esos gases tóxicos de su alma en la vida diaria. Bastaba con unas pitadas mientras el humo caliente en su boca era un barco, un dinosaurio o una princesa.
Hundido en mi quebranto,
Las lágrimas trenzadas
Se niegan a brotar,
Y no tengo el consuelo
De poder llorar...
El aire estaba infectado de fantasmas del recuerdo. Imágenes amarillentas de un niño sonriendo con un pantalón emparchado, feliz y despreocupado, lo remontaban hacía un pasado que parecía horriblemente lejano, apenas la sombra de una memoria, y un frío nauseabundo le oprimió el pecho y la boca del estómago. Y los tangos de su juventud se repetían como un disco, una y otra vez en su cabeza, su vida una trágica melodía.
¿Por qué sus alas tan cruel quemó la vida?
¿Por qué esa mueca siniestra de la suerte...?
Y ahí estaba ese niño ahora, cuarenta años más tarde, tras esa puerta entreabierta, meciéndose agazapado en una cama deshecha, gritándole a enemigos invisibles, balbuceando una especie de mantra ininteligible de dolores escondidos bajo una alfombra de silencios, los ojos lunáticos perdidos en recuerdos deformados.
Su sufrimiento llegaba hacia cada uno de los presentes, como un veneno desperdigándose por el aire viciado de cigarrillo y enfermedad, ahogándolos, doliéndoles bajo la piel, ardiéndoles por las venas, lentamente, dolorosamente. Pero ninguno, creía, ninguno sufría como él.
Sé que esta noche vendrán caras extrañas,
Con su limosna de alivio a mi tormento
De a poco, los aullidos fueron disminuyendo, hasta perderse en una nada enmudecida, disipándose en un vago arrastrar de monosílabos con un dejo de llanto.
El viento soplaba más fuerte, pero las pastillas finalmente hicieron su efecto, y un cigarrillo temblequeaba entre sus dedos.
Las miradas volvieron a los naipes, a la yerba y el mate, a los crucigramas.
— Se calmó, parece.
Todos asintieron, perdidos, distraídos. Distraídos, pero el dolor aún estaba ahí.
Todo es mentira, mentira es el lamento
...hoy está solo mi corazón.
Odio a mi vecino el baterista
Hace 14 años