martes, 17 de noviembre de 2009

Las consecuencias de mandarse un moco

Marcos es un experto cuando se trata de meterse los dedos en la nariz. Se podría decir que es su hobby casi preferido, le gusta más que tocar el piano, pero menos que un picadito a las cinco de la tarde con los pibes. Se divierte durante horas hurgando en esos túneles interminables que son las fosas nasales, encontrando algún moco con el que hacer una bolita y después dejarla caer al vacío.
Aunque sus padres lo retan y le prohíben mirar le televisión, a Marcos le parece que no es una actividad de la que debería avergonzarse, que sus padres hacen mucho escándalo por algo que no vale la pena, y que de todos modos la televisión no es algo que lo atraiga concretamente. Sin embargo, prefiere hacerlo a escondidas para evitar las reprimendas, aunque mientras no estén mamá y papá, le da lo mismo hacerlo donde sea.
Entonces anda por todos lados con el dedito explorando un mundo nuevo dentro de la nariz. La gente ya lo conoce, ahí va Marcos, dicen cuando lo ven pasado en la bici con ese dedo husmeador, o en el asiento del colectivo, o cuando hace las compras, o cuando va trotando alrededor de la Quinta Presidencial, o incluso cuando juega al fútbol. “Dale, Marcos, usá las dos manos para atajar”, le dicen sus amigos, porque Marcos siempre va de arquero. “Nos van a matar goleando”. Pero él se niega, porque acaba de encontrar una bolita particularmente interesante, y no la quiere soltar.
Cuando llueve siempre es un problema, porque no dejan de mirarlo como temerosos de que algún edificio se le caiga encima, y no paran de advertirle que tenga cuidado. Pero mirá si le va a importar, con lo que le divierte sacarse los mocos. Por supuesto, sigue caminando hasta la parada del colectivo, que como está lloviendo va a tardar un buen rato en llegar, así que en el camino va prendiendo un pucho para terminar de disfrutarlo durante la espera (tiene que retirar el dedo por un momento para cubrir al cigarrillo del viento que amaga con apagarle el encendedor).
Marcos va pensando en lo que le va a decir a sus padres cuando se enteren de que no pudo terminar un examen por distraerse en su hobby habitual. Piensa que probablemente, mierda, metí un pie en el barro, que probablemente lo van a querer castigar, y otra vez toda la escena de que prohibida la tele, y que ponete a estudiar y dejate de joder con los mocos, Marcos, que se te va a quedar el dedo pegado a la nariz. Marcos pisa otro charco de barro, pero esta vez se resbala y cae hacia atrás, y un espasmo involuntario en las manos con ese afán de aferrarse a algo para evitar la caída hace que el dedo se le resbale hasta el fondo de la nariz, y por mucho que forcejea no puede sacarlo. Qué mierda voy a hacer ahora, piensa desesperado, no tanto por el problema de tener un dedo eternamente atascado en la nariz, sino más bien porque se va a llevar un regaño bastante incómodo y sonoro.
Como era de esperarse, al llegar estalla una repentina cascada de gritos y laputaqueteparió, pelotudo, vení que vamos al médico. Marcos entra con cierta timidez al consultorio, y le cuenta la historia al médico, que está completamente sorprendido, y después de un par de exámenes y radiografías deciden que el dedo no va a salir, y que se va a tener que aguantar el dedo en la nariz para siempre.
Cuando vuelven, se sienta en el sillón y enciende la tele. La verdad es que no le molesta el dedo, sólo que está un poco triste porque con una sola mano no va a poder tocar los Nocturnos de Chopin que siempre le gustaron tanto, porque una sola mano no le alcanza para eso.

sábado, 3 de octubre de 2009

Peter, Peter, Pumpkin Eater

Me parece que
me gustaría darte algo más que sólo un beso
Lo que pasa es que
no siempre
encontramos tan cerca lo que querríamos dar,
y se hace más difícil.
No sé, tantos enojos, tanta furia
¿para qué? si al final
los dos sabemos bien que un abrazo disuelve todo
Entonces no tengo que gritarte,
ni tenés que pedirme
cosas absurdas como si no te las diera ya
desde un principio.
Pero qué difícil decirte que no,
si para vos siempre hay un sí en la punta de la lengua
o por lo menos un ‘te quiero’,
porque incluso sin sogas no somos libres
Digo, ¿no?
A lo mejor te amo más de lo que pensabas,
y no hay necesidad de que
me quede a vivir adentro de un zapallo.

Peter, Peter, pumpkin-eater
Had a wife and couldn't keep her;
He put her in a pumpkin shell,
And there he kept her very well.

viernes, 14 de agosto de 2009

Automne



Automne au ciel brumeux, aux horizons navrants.
Aux rapides couchants, aux aurores pâlies,
Je regarde couler, comme l’eau du torrent,
Tes jours faits de mélancolie.

Automne - G. Fauré






Tenía los ojos castaños como el otoño, eso siempre lo había dicho. Tan lindos, marrones, profundos. Ella los miraba y pensaba en un hada, en un bosque.
- Caminemos un rato – le dijo él. Ella asintió. - ¿Viajaste bien? – Asintió de nuevo, siempre callada.
No estaba muy segura por qué, pero empezaba a hacer calor y con cada rayo de sol sentía un poco más de miedo, como si los halos dorados no fueran una caricia cálida, sino que más bien la atravesaban dolorosamente. Sabía que iba a ser corto.
Él paró en seco, miraba al suelo, a una hoja muerta que yacía al pie de un árbol. Un roble quizá; su atención estaba acaparada en algún otro lado.
- ¿Pensás hablar? – le espetó un poco brusca, arrepintiéndose al instante. No era su intención ser grosera, pero quería que todo fuera lo más rápido posible.
- Sí, pero esperá. Dame un momento. Tiempo. – respiró lenta y profundamente, como cada largo hálito le perforara los pulmones, como si cada vez que el aire entraba le doliera en el alma.
Sí, tiempo. Y también dicen que el tiempo cura. Pero, “¿No era acaso el tiempo la sustancia de todo sufrimiento? ¿No era el tiempo la causa misma de todo temor y toda tortura?”. Lo último que quería en ese momento era aun más tiempo de espera.
- Mirá, Verónica... No lo quiero alargar más.
Ahí viene. Ahí se acerca, ahí se oye el avión de guerra, el silbido apagado y lejano, ahí se aproxima Hiroshima.
- Nada más es que...
- Mirame a los ojos – le suplicó.
- ¿Qué? – respondió él, con un aire un poco confundido.
- Eso, que me mires a los ojos.
- Bueno... – alzó la vista, y le clavó la mirada hasta el fondo, si es que existía un fondo, con sus ojos de otoño, que a ella tanto le gustaban. Cuando retomó, un poco reticente, le temblaba ligeramente la voz:- Se terminó, Verónica. Perdoname, de verdad... – Verónica desvió la mirada -. No, no, escuchame. Escuchame, mirame a los ojos. Vos me pediste que te mirara, ahora mirame. Tenía que...
- Decime una cosa – lo interrumpió, insertándole las pupilas nuevamente en el otoño de sus ojos.
Él hizo silencio, obediente. Ella volvió a callar. Retomó, luego, con un fino hilo de voz suspendido en la garganta:
- Decime una cosa... ¿todavía me amás?
Y entonces, en Otoño llovió.

domingo, 29 de marzo de 2009

Escalera al cielo


Ceci n'est pas une gousse d'ail

Una amiga solía repetirme que a mí siempre me pasan cosas raras. No sé si es verdad, o que yo me asombro demasiado por nimiedades, por sorpresas de nada, pero lo cierto es que al menos así la medida del aburrimiento se reduce un poco, y puedo encontrarme una mitología debajo del sofá cama o un poema en el placard.
La verdad es que pienso que lo que a mí me sucede es muy común, pero siempre me sorprendo por cualquier bobería, y de ahí surge toda una historia fantástica, y el destino irreverente que le gusta jugar, y los comentarios, el asombro de los vecinos y el chusmerío, que cómo puede ser, que si ella era o no era, que el pararrayos o el gato del vecindario. En fin.
Hasta este momento fui testigo de cientos de hazañas llevadas a cabo por árboles de naranjas, tornillos de la suerte que me regalan viajes al Caribe o una ficha de subte que termina en una fortuna o un billete de lotería; relatar todas las historias sería tan inútil y aburrido como intentar escribir una autobiografía sumamente detallada del día a día: la memoria es traicionera, y en ocasiones la vida de uno puede ser tan fascinante como una babosa inerte en su viscosidad gris. No nos detengamos, entonces, en estas pavadas cuando hay todo un relato esperando por ser contado.
Creo yo, y no dudo que otros opinarán lo mismo, que no hay nada tan corriente como un diente de ajo. Sí, un diente de ajo, de ése que se encuentra en el supermercado, el almacén, en el inmigrante que los vende en promoción por un peso las cinco cabezas, en la cocina. Sobre todo en la cocina, eso si al cocinero le gustan las recetas con ajo o le tiene fobia a los vampiros, cosa que puede resultar bastante común en países con un nivel muy alto de folclorismo y leyendas que se esconden en cada esquina.
El problema de un diente de ajo es cuando cobra vida. En realidad, depende de su educación y su naturaleza: es decir, si es tímido puede simplemente saltar por la ventana y buscar un hueco en el patio dónde dormir, aunque otros, los más rebeldes, es probable que quieran exhibir sus destrezas haciendo enchastres con la otra comida antes de machucarse la nariz contra las baldosas o los azulejos decorados con los dibujos de maíz
El verdadero problema radica en los que se exceden en su rebeldía hasta el punto de una agresividad peligrosa. Este último es el que me atacó cuando estaba cocinando.
No era una gran hazaña para mí, más que lo cotidiano de cuidarse del fuego de la hornalla, de que no se caiga el agua de las cacerolas, etc.
Estaba calentando la salsa para los fideos, había rebanado las cebollas, y me dediqué a sacrificar a mi ajo. Le estaba sacando el corazón, esa parte del medio (porque me dijeron que lo sacara, no recuerdo por qué, pero yo lo saco igual), y al terminar procedí a trozar el cuerpo (la cabeza, mejor dicho) blanco de mi ajo. Me acerqué con la afilada cuchilla firme en mi mano, despreocupada, libre de toda culpa. Y ahí, en cuanto quise cortarlo, saltó. Un pedacito brincó hacia una taza que se estaba secando tranquila en su lugar, el otro se abalanzó con furia sobre mi rostro y me picó un ojo.
— ¡Ajo de porquería! — le grité, cubriéndome la cara con las manos, comprimiendo mi ojo derecho que ardía y lagrimeaba.
Trémula, quise arrojarlo dentro de la olla hirviendo, pero sus ojos ciegos e invisibles me intimidaban, me observaban fijo y temí por mi vida. Mi cuerpo entero era una frágil hoja en el viento, o una burbuja ligera flotando en un torbellino. ‘Sabe leer la mente’, aluciné en un ataque de paranoia, y no supe si aún me atrevía a asesinarlo como había planeado en un principio, o si prefería dejarlo salirse con la suya con tal de que me dejara en mi cocina, tranquila, con mi salsa y mis fideos.
No me atrevía a quitarle los ojos de encima, convencida de que en cualquier instante de distracción atacaría nuevamente. «Miralo» empecé a pensar, ocultándome detrás de la puerta, «Mirá como espera agazapado la oportunidad para saltarme encima. Está completamente loco. Desquiciado, ¡eso es!, desquiciado, un lunático».
Aguardé, pero no parecía tener intenciones de moverse. De seguro su distracción tan evidente era parte de su plan, esperando a que yo me acercara, tranquila y despreocupada, segura de que había sido un desvarío, para abalanzarse sobre mí y asesinarme; así que me decidí: era actuar en ese momento, o jamás volver a ver la luz del sol. Atropelladamente le tiré con lo que tenía más cerca, una cacerola un poco oxidada y chamuscada, hasta aplastar su cuerpito endeble y sus ojos furiosos, sanguinarios, homicidas.
Entonces se me ocurrió que lo lógico era dejarme llevar por un impulso de supervivencia, hacer caso a esa vocecita de adentro que siempre me redactaba sonetos y ahora me contaba cómo hacer para sobrevivir a los malos tiempos, puesto que esa vocecita casi siempre tenía razón; y digo casi siempre porque todos cometemos errores, si bien las pocas veces que no le llevé el apunte sufrí consecuencias horribles, así que, supuse, lo razonable en este momento que tan ofuscada estaba para elucubrar alguna estrategia minuciosa que me permitiera escapar era realizar todas y cada una de las conjeturas que me dictaminaba, ya sucediera que tuviese o no razón.
Sin siquiera detenerme a discurrir acerca de lo que estaba haciendo, como flotando en un viento nebuloso y estupefaciente, revisé las plantas, cada una, me aseguré de que la tierra un poco reseca ya por el descuido de las últimas semanas no se tragara el líquido como una enorme garganta, aunque el olor me sofocara las fosas nasales y me ardiera, y los ojos me lagrimearan, inspeccioné cada rincón y cada escondrijo, empapando los tablones de madera, las pelusas y hasta quizá alguna pobre rata que se escondía en su recoveco. Salí de la casa como en un ensueño, y en el fondo crecía desde el suelo un gran infierno, no lo veía porque temía darme vuelta y ver a mi enemigo, si bien tenía la certeza de haber acabado con él, pero aunque no tuviera el coraje de mirar para atrás sabía que era un enorme infierno rojo por ese olor a azufre y a kerosene.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Dalila

Temía confesar, pero no habitaban en su mente otros pensamientos que los de su fatal secreto. Mientras la veía dormir, angelical y agraciada, sus largos cabellos desparramados por las sábanas que se recortaban contra su cuerpo desnudo, sonrió con dolor.

Los filisteos ardían en sed de venganza, y harían lo que fuese para alcanzar el tan ansiado triunfo. Era él, o ella. ¿Estaría dispuesto a perder nuevamente a la persona que amaba por el honor de su pueblo? Tres veces había dado una respuesta errónea; estaba consciente de que, si no entregaba su secreto, las consecuencias repercutirían en su futuro. Fue entonces que, a la cuarta vez de haberle preguntado, confesó.

Ya su difunta mujer había sido arrancada de sus brazos y muerta en manos de filisteos. No podía dejar que sucediera otra vez, no ahora que finalmente había reencontrado el amor... Ella era su sostén.

En el fondo sabía que ella lo traicionaría en cuanto encontrase la ocasión, que no haría falta más que algunas monedas para que ella lo vendiera a sus enemigos. ¿Lo amaba acaso ella de verdad?

La vio retorcerse en sus sueños y abrazar la almohada, su omóplato livianamente curvándose como si fuera un ala. Eso es lo que era, un ángel. Casi podía ver su aura dorada emanando de su esbelto cuerpo. Ella era su perdición.

Finalmente, se vio lentamente succionado, arrastrado por las arenas del sueño, en la que se mezclaban manchas borrosas de colores apagados, y hubiera querido despertar.

Cuando abrió los ojos, ella estaba allí sentada, con un par de tijeras en las manos, sus ojos húmedos, debatiéndose entre quién sabe qué promiscuos pensamientos, indecisa. Él, dolido, comprendió. Le sonrió con dulzura, y la besó tiernamente, recordándole que era hermosa, y dejó que su largo cabello fuera víctima de sus manos apresuradas, su hipo haciéndole cortar mechones irregulares que caían a la par de sus lágrimas agridulces.

La besó una vez más, y le dijo que había hecho bien, sabiendo que probablemente sería la última vez que se verían, la última vez que harían el amor; sabiendo que su fuerza no estaba en su cabello, que su debilidad no estaba en las tijeras: tanto su fuerza como su debilidad, estaban en ella. Y con las últimas luces del alba, sus cuerpos se durmieron flanqueados el uno por el otro, revestidos en sábanas y mechones y una tijera.

lunes, 26 de enero de 2009

Te recuerdo como eras en el último otoño

Cuando empezaron los golpes, afuera la noche estaba llena de ojos, el viento frío del otoño refrescaba las veredas y barría las hojas secas. El tic tac de las agujas corría una interminable carrera, marcando las pisadas del tiempo que apestaba a humedad y encierro.
Reinaba una especie de silencio respetuoso, como aquel que se establece en una sala de hospital, como una sutil capa de quietud estática. Las voces eran nada más que el sueño de un susurro amortiguado; el cadáver de la torta de cumpleaños ¿feliz? yacía entre migajas de tristeza, las colillas colmando el cenicero que esperaba una nueva llovizna de estrellas grises, los vasos con gaseosas baratas a medio tomar sobre la mesa.
Al primer ruido nadie dijo nada; fue después del segundo o tercero que las miradas se buscaron incómodas al no poder ignorar el continuado ataque de los puños que arremetían contra las persianas, o la pared, o la puerta, todo contenido dentro de aquella habitación en la que se encontraba encerrado, ave y león enfurecido en cautiverio.
— ¿Querés que vayamos yendo?
Los golpes se hicieron más insistentes, como queriendo liberarse. Pero no eran las paredes las que lo enjaulaban. Pum, pum. Cada estallido era una aguja en una herida jamás cicatrizada.
Carlos se levantó de su silla, y las miradas intentaron distraerse nuevamente en sus quehaceres, pero la atención se centraba disimuladamente en esas cuatro paredes donde él estaba, brutal y herido, bestia y víctima, ahora extirpando su agonía en aullidos y lamentos.
En la calle a lo lejos sonaba la música, se oía como si fuera de otro mundo el aire de fiesta.
Néstor encendió sus L&M mentolados con manos temblorosas, reteniendo las lágrimas que los ojos no lloraban, en su nerviosismo crónico. Los cigarrillos eran su única salida de escape por la que despedía esos gases tóxicos de su alma en la vida diaria. Bastaba con unas pitadas mientras el humo caliente en su boca era un barco, un dinosaurio o una princesa.

Hundido en mi quebranto,
Las lágrimas trenzadas
Se niegan a brotar,
Y no tengo el consuelo
De poder llorar...

El aire estaba infectado de fantasmas del recuerdo. Imágenes amarillentas de un niño sonriendo con un pantalón emparchado, feliz y despreocupado, lo remontaban hacía un pasado que parecía horriblemente lejano, apenas la sombra de una memoria, y un frío nauseabundo le oprimió el pecho y la boca del estómago. Y los tangos de su juventud se repetían como un disco, una y otra vez en su cabeza, su vida una trágica melodía.

¿Por qué sus alas tan cruel quemó la vida?
¿Por qué esa mueca siniestra de la suerte...?

Y ahí estaba ese niño ahora, cuarenta años más tarde, tras esa puerta entreabierta, meciéndose agazapado en una cama deshecha, gritándole a enemigos invisibles, balbuceando una especie de mantra ininteligible de dolores escondidos bajo una alfombra de silencios, los ojos lunáticos perdidos en recuerdos deformados.
Su sufrimiento llegaba hacia cada uno de los presentes, como un veneno desperdigándose por el aire viciado de cigarrillo y enfermedad, ahogándolos, doliéndoles bajo la piel, ardiéndoles por las venas, lentamente, dolorosamente. Pero ninguno, creía, ninguno sufría como él.

Sé que esta noche vendrán caras extrañas,
Con su limosna de alivio a mi tormento

De a poco, los aullidos fueron disminuyendo, hasta perderse en una nada enmudecida, disipándose en un vago arrastrar de monosílabos con un dejo de llanto.
El viento soplaba más fuerte, pero las pastillas finalmente hicieron su efecto, y un cigarrillo temblequeaba entre sus dedos.
Las miradas volvieron a los naipes, a la yerba y el mate, a los crucigramas.
— Se calmó, parece.
Todos asintieron, perdidos, distraídos. Distraídos, pero el dolor aún estaba ahí.

Todo es mentira, mentira es el lamento
...hoy está solo mi corazón.

domingo, 25 de enero de 2009

Sans Titre

Esperaba sentada al lado de aquel ventanal en el café, mirando, aguardando. Eran las diez y siete minutos, habían acordado para las nueve y media, pero claro, él siempre había sido impuntual, y sintió una punzada de odio en la boca del estómago. Al final lo vio cruzar la calle, siempre peinado y con esos trajes impecables, el portafolio en la mano.
Entró al café, sus ojos de pronto encontraron un rostro familiar, y con una sonrisa se acercó y se sentó, y pidió un café con medialunas porque estaba hambriento y cansado por el trabajo.
Sí, el siempre cansado, pensó, siempre tenía algo, siempre un dolor de cabeza, o fatiga, o lo que fuera, por más mínimo en insignificante, siempre que ella estuviera mal, él tenía algo peor de lo que quejarse. Y aunque tenía muchas ganas de decírselo, sonrió.
— Llegaste un poco tarde, ¿qué pasó?
— Se atrasó un poco el tren, no sabés lo que fue la espera, hacía un calor infernal
Sí, vení a hablarme del calor a mí, pensó, ayer me tuviste dos horas y media esperando abajo del sol.
— ¿Ah, sí? Mirá vos, yo ni lo sentí... Qué bárbaro, che. ¿Y el trabajo?
— Bien, bien, pero estoy cansadísimo — tomó un sorbo de café —. Te veo más rellenita, ¿subiste de peso?
Infaltable una crítica de su parte. No sabía si era a propósito o de estúpido nada más...
— Sí, puede ser, la verdad que ni me pesé.
— Qué buenas están las medialunas... ¿Querés? Comé, están buenísimas.
Cínico, pensó, hijo de puta. La táctica de siempre, insultar, y ofrecer, atacar, y acariciar, apuñalar y besar.
— No, no, gracias, no tengo hambre.
— ¿Seguro?
— Sí, seguro
— Bueno, está bien... ¿Y ese vestido? ¿Es nuevo?
— No, hace tres meses que lo tengo...
— Ah, qué raro. No me gusta mucho cómo te queda ese color, hay otros mejores... Igual está bien, si a vos te gusta.
Calmate. Respirá hondo. Tranquila.
— Sí, puede ser... No es uno de mis vestidos favoritos, igual. ¿Che, querés ir a dar una vuelta?
— Ahora no, estoy muy cansado...
Por supuesto, para ella nunca tuvo tiempo y jamás lo tendría. Siempre que tuvieran que salir a algún lugar juntos él estaba cansado. Pero cuando lo llamaban sus amigos para jugar al fútbol, o alguna de sus “amigas”, pensó con cierto recelo, para salir a cenar, se curaba en seguida. Hipócrita.
— Dale, terminá el café y vamos a caminar por ahí.
— Bueno, pero esperá que me tomo una aspirina.
Accedió, el hipocondríaco. No podía evitar tener algún malestar por alguna tarde. Miralo, cómo exagera, cómo frunce el ceño y se toca la frente.
— ¿No tendré fiebre, che?
No, qué vas a tener fiebre, con la cantidad de remedios que ingerís por día alcanza para el dolor de cabeza de medio batallón de soldados con piernas amputadas.
— No sé, después cuando volvemos a casa te fijás, traigo el termómetro y te tomamos la temperatura.
Con una mano llamó a uno de los empleados del café, y ella lo miraba, al borde de la histeria, repudiando cada movimiento, cada gesto que hacía.
— Ah, por cierto... Para esta noche cociné pizza.
— ¿Cocinaste? ¿Vos? — se río con sarcasmo —. No me gusta mucho la masa casera, además siempre te sale muy harinosa.
Dejá de quejarte por todo lo que hago, por dios, dejá de quejarte. Algún día...
— Pero mirá que la hice con receta, medí bien las cantidades y todo, ¿eh?
— Como digas...
Esa respuesta indiferente la sacaba de quicio. La enloquecía, la irritaba profundamente. Pero nuevamente, al levantarse, sonrío. Salieron tomados del brazo, (sentía asco, repulsión por ese ser pernicioso, sucio, enfermizo, pero disimuló), caminaron dos cuadras, llegaron a la plaza y se sentaron en un banco. A esa hora no había nadie, así que metió la mano en el bolsillo del tapado.
Y poniéndole la punta del revólver en la nuca, lanzó una carcajada lunática, y descargó con la última bala todos los años de odio acumulados dentro suyo, la bronca, el dolor, las lágrimas que se había guardado por miedo a alterar su vida cotidiana, y mientras él la miraba con ojos vacíos, muertos, abiertos por el horror, ella reía, reía con carcajadas frenéticas, con una euforia incontenible, y el temor de ser descubierta era ofuscado por una alegría inconmensurable.
— ¿Te pasa algo? Estás muy pálida... En realidad casi siempre estás pálida, pero ahora todavía más, parecés enferma...
Sonrió.
— No, nada, estaba pensando... No te hagas problema, pavadas mías. ¿Volvemos a casa?

jueves, 22 de enero de 2009

Prejuicio

La de la derecha era una adolescente típica, con anteojos de sol grandes aunque afuera estaba bastante nublado, pantalones ajustados que probablemente brillarían en la oscuridad y un bolso que podría llevar cómodamente a una ballena franca austral. Mascaba chicle con la boca abierta y miraba por la ventana, de a ratos dándole una mirada al celular. Sencillamente aburrida, común. Tenía cara de estúpida, de esas chicas jóvenes que prefieren salir a bailar y declararse embriagadas y descontroladas después de tomar un licor de melón antes que ver una película verdaderamente buena en el cine o leer un libro. Posiblemente bajara en San Miguel, o alguna de esas zonas más bien céntricas en donde los locales atiborrados de vidrieras se apretujan entre la gente que dispara a través de las calles como misiles.
Dos asientos más adelante había otra mujer que parecía venir del interior. De Tucumán. O Mendoza. Mendoza, en realidad, tenía más cara de mendocina. Quizá se llamaba Roxana, el pelo oscuro bajaba en ondas hasta los hombros gordos que se veían
debajo de una musculosa azul eléctrico, la opulenta cintura doblándose en varias capas hasta las caderas anchas con pantalón blanco. Los pies con zapatos de plataforma dorados se cruzaban, y en el regazo llevaba una cartera de cuero barata que hurgaba con sus manos y sus uñas largas y rígidas como un pico de loro. Por el olor a acondicionador barato que salía de su cabello crespo, y la manera en que buscaba dentro de su cartera, separando con cuidado de no romperse las uñas, podría decirse que era peluquera, o empleada en una manicura.
Guillermo desvió la vista hacia el asiento siguiente. Un hombre que... Momento. Volvió a la mendocina. En realidad tenía más cara de llamarse Claudia. Claudia, ero era, Claudia estaba mejor. Ahora sí. Un hombre (a quien le dio el nombre de José) que se rezagaba contra la ventana, la cabeza semi-colgando como una marioneta muerta, se erguí
a de a ratos, causando la impresión de no estar muy seguro en donde bajarse. Lo cual era una contrariedad, ya que su apariencia delataba a un hombre cansado volviendo de su trabajo diario, repetitivo, monótono, idéntico cada día. La piel morena estaba aun más bronceada y cuajada por el sol, así que seguramente trabajaba en las calles. Su bolsito de tela rojo decía que era vendedor ambulante. Lo imaginó subiendo y bajando de tren en tren, de colectivo en colectivo, con su bolsito rojo repartiendo golosinas derretidas por el calor y que inspiraban poca confianza a pasajeros que lo ignoraban espléndidamente y no estaban interesados en lo más mínimo en comprar alguna de sus baraterías. Sino también encajaba en un escenario de calle, parado en un puesto de diarios o vendiendo facturas resecas, aireadas y excesivamente dulces en una esquina. Lo vio llegando a su casa, pequeña, de uno o dos ambientes, con las paredes mohosas y repletas de grietas; su mujer sería una ama de casa descuidada que en su vida intentó buscar trabajo, ya que fue educada para servir a su marido. Cuando él llega al anochecer, se sienta a la mesa destartalada y cubierta con un mantel de plástico con quemaduras de cigarrillo mientras ella se dedica a cebarle mates, el perro hambriento se acerca a pedir algún bizcocho intoxicado por las moscas, y los niños (de nueve años para abajo) corren de un lado al otro, a los gritos, y él está cansado de su trabajo, de su vida, de su familia. Guillermo sintió pena por él.
Le faltaban por lo menos cuarenta minutos para llegar a destino. Suspiró. Lo mejor sería continuar el juego. A unos pocos pasos, una muchachita medio machona se sentaba con las piernas abiertas y auriculares que resonaban en una percusión aturdidora. Practicaba inútilmente una finura falsamente femenina, con una pollera de jean y una remera escotada que no podían esconder sus tatuajes de delincuente sobre sus brazos musculosos ni sus zapatillas de callejera. Si bien durante el día intentaba parecer un poco más presentable, por las noches le gustaba juntarse con amigos a tomar cerveza, fumar mucho y comer pizza, quizá hasta gritara los goles en los partidos, y no tenía ninguna aspiración más que continuar
con su trabajo mediocre de cajera de supermercado y tener dinero suficiente para salir de parranda todas las noches y volver borracha a su casa, acostarse con cualquiera y dormir cuatro horas diarias sobre una cama vomitada, para luego levantarse y atender a su trabajo en el supermercado y escaparse a fumar en los baños.
Al lado de Claudia iba, desgreñado y cansino, un obrero, con su musculosa blanca sucia y remendada, la piel oscura y arrugada sobre la alta frente de cejas espesas, los ojos frenéticamente escudriñando con disimulo. Imaginó que llevaría una vida igualmente triste y aburrida que José, aunque en una faceta más solitaria y oscura. Imaginó su casa a-punto-de-derrumbarse, bebiendo vino en cartón, conteniendo una furia carmesí en sus profundos ojos negros, salivando en las calles y golpeando paredes o, incluso algunas veces,
mujeres.
Un Alberto de rulos abundantes y anteojos descendió por la puerta del medio, seguido por un muchacho rubio de unos veintitantos años, no muy alto, bastante robusto. Llevaba una camiseta simple, quizá un poco ajustada para su cuerpo panzón, con alguna leyenda que no llegaba a leer. Sobre su espalda cargaba una voluminosa mochila gris y naranja, que hacía juego con la gorra del mismo color. Era inconfundiblemente un adicto a los videojuegos que pasa horas a oscuras, achanchado sobre un sillón en la sala de estar (no pudo más que imaginárselo de color naranja y considerablemente desgastado), iluminado únicamente por la fuerte luz azulada de la pantalla que le da un aspecto extrañamente mortecino, como un cadáver ahogado. Seguramente se frustraba con facilidad, escupía insultos mascullados entre dientes mientras su cara se tornaba en un gran globo rojo, y agraviara con ofensas racistas.
Mientras tanto, una mujer con la que era su sobrina caprichosa y algo petulant
e, y una anciana que se conservaba en buen estado, subían y se acomodaban.
La tía con su remera rosa y su aire de trabajar en una tienda de ropa para adolescentes y jóvenes que le ofrecía descuentos, y su sobrina malcriada enfurruñada en una asiento no cautivaron su atención.
Sí lo hizo, en cambio, la anciana. Era una vieja bastante ágil, apenas rozando los sesenta años. Se vestía con soberbia, enteramente de negro, a excepción del reloj de pulsera dorado y la cadena reposando sobre su cuello que brillaban a la par de su pose altiva cual águila. Sonreía con alegría, aunque no era la dulce viejecita indefensa que apenas si puede caminar. Había que ser honesto, era dueña de un enorme carisma que enseguida generaba simpatía.
Era como la abuela divertida que regala dinero y juguetes costosos
a sus nietos, que siempre los recibe con la alacena llena de galletas, golosinas y postres, que evita con ellos todas las normas absurdas. Conversa de todo un poco con la madre, quien ríe mucho, y reta con cariño al padre por dejar los zapatos tirados en el living-room, o armar un sándwich de restos de alimentos avejentados en la heladera.
Entonces otra idea cruzó por su cabeza, la de la verdadera historia de aquella anciana divertida; la original, la que se esconde detrás de su sonrisa impostada y se refleja en sus ojos maliciosos.

La observó allí erguida, fría, calculadora, distante, elucubrando planes siniestros que la beneficiarían, ansiosa por sobrecargar a quien quisiera escucharla con profecías mustias. Era hábil, la muy hijadeputa, una excelente arpía perversa y manipuladora que sometía a su familia entera a sus antojos. Con dulces compraba a los nietos, para luego exigirles que siguieran al pie de la letra sus costumbres, que rezaran con ella antes de cenar; con adulaciones e historias seducía a su nuera con historias deslumbrantes y le ofrecía todo tipo de ayuda y regalos, para luego husmear en la cocina y recetarle cómo y qué ingredientes utilizar o criticarle las masitas. Con su hijo, en cambio, era mucho más dir
ecta: ya desde niño lo tiene atrapado entre sus garras, con una simple mirada es capaz de hacerlo obedecer como un perro con la cola entre las patas, que compre tal o cual cosa para decorar la casa, que lleve a sus hijos a este colegio que siempre le pareció correcto, o que los eduque de esta otra manera.
Sucia mentirosa, manipuladora. Dictadora, tirana, hijadeputa. Me da asco, pensaba Guillermo, inconscientemente frunciendo la nariz, apestado por el hedor de mil cloacas. Asco. Me exaspera con su presencia repulsiva, tramposa vieja rancia, ma
nzana podrida empastada de tentaciones, víbora seductora sedienta de servirse de otros, serpiente vendedora de sueños falsos, aprovechadora. La imaginó colándose en las filas del banco, dirigiendo aquí y allá, humillando a su marido inválido y algo senil. La odiaba, la detestaba, e incluso esos verbos parecían minúsculos al lado de la inmensa sensación de exacerbada repugnancia que lo perturbaba. Luchaba contra sí mismo para no levantarse de su asiento, para retener sus ansias de saltar sobre su cuello forrado de piel colgante y acogotarla como una gallina.
No lo soportaba más. Debía hacerlo, era la lucha final. Sentía ac
aso como un deber de librar al mundo de semejante bestia de perfidia; el timbre que determinaba el último round ahogaba los pasos de su corazón, mientras el vehículo se arrimaba a la acera. Entonces la vieja bajó, dejándolo desconcertado, con la ira a flor de piel. Qué más da, pensó, si total es sólo otra anciana desconocida que viaja en colectivo.