Ceci n'est pas une gousse d'ail
Una amiga solía repetirme que a mí siempre me pasan cosas raras. No sé si es verdad, o que yo me asombro demasiado por nimiedades, por sorpresas de nada, pero lo cierto es que al menos así la medida del aburrimiento se reduce un poco, y puedo encontrarme una mitología debajo del sofá cama o un poema en el placard.
La verdad es que pienso que lo que a mí me sucede es muy común, pero siempre me sorprendo por cualquier bobería, y de ahí surge toda una historia fantástica, y el destino irreverente que le gusta jugar, y los comentarios, el asombro de los vecinos y el chusmerío, que cómo puede ser, que si ella era o no era, que el pararrayos o el gato del vecindario. En fin.
Hasta este momento fui testigo de cientos de hazañas llevadas a cabo por árboles de naranjas, tornillos de la suerte que me regalan viajes al Caribe o una ficha de subte que termina en una fortuna o un billete de lotería; relatar todas las historias sería tan inútil y aburrido como intentar escribir una autobiografía sumamente detallada del día a día: la memoria es traicionera, y en ocasiones la vida de uno puede ser tan fascinante como una babosa inerte en su viscosidad gris. No nos detengamos, entonces, en estas pavadas cuando hay todo un relato esperando por ser contado.
Creo yo, y no dudo que otros opinarán lo mismo, que no hay nada tan corriente como un diente de ajo. Sí, un diente de ajo, de ése que se encuentra en el supermercado, el almacén, en el inmigrante que los vende en promoción por un peso las cinco cabezas, en la cocina. Sobre todo en la cocina, eso si al cocinero le gustan las recetas con ajo o le tiene fobia a los vampiros, cosa que puede resultar bastante común en países con un nivel muy alto de folclorismo y leyendas que se esconden en cada esquina.
El problema de un diente de ajo es cuando cobra vida. En realidad, depende de su educación y su naturaleza: es decir, si es tímido puede simplemente saltar por la ventana y buscar un hueco en el patio dónde dormir, aunque otros, los más rebeldes, es probable que quieran exhibir sus destrezas haciendo enchastres con la otra comida antes de machucarse la nariz contra las baldosas o los azulejos decorados con los dibujos de maíz
El verdadero problema radica en los que se exceden en su rebeldía hasta el punto de una agresividad peligrosa. Este último es el que me atacó cuando estaba cocinando.
No era una gran hazaña para mí, más que lo cotidiano de cuidarse del fuego de la hornalla, de que no se caiga el agua de las cacerolas, etc.
Estaba calentando la salsa para los fideos, había rebanado las cebollas, y me dediqué a sacrificar a mi ajo. Le estaba sacando el corazón, esa parte del medio (porque me dijeron que lo sacara, no recuerdo por qué, pero yo lo saco igual), y al terminar procedí a trozar el cuerpo (la cabeza, mejor dicho) blanco de mi ajo. Me acerqué con la afilada cuchilla firme en mi mano, despreocupada, libre de toda culpa. Y ahí, en cuanto quise cortarlo, saltó. Un pedacito brincó hacia una taza que se estaba secando tranquila en su lugar, el otro se abalanzó con furia sobre mi rostro y me picó un ojo.
— ¡Ajo de porquería! — le grité, cubriéndome la cara con las manos, comprimiendo mi ojo derecho que ardía y lagrimeaba.
Trémula, quise arrojarlo dentro de la olla hirviendo, pero sus ojos ciegos e invisibles me intimidaban, me observaban fijo y temí por mi vida. Mi cuerpo entero era una frágil hoja en el viento, o una burbuja ligera flotando en un torbellino. ‘Sabe leer la mente’, aluciné en un ataque de paranoia, y no supe si aún me atrevía a asesinarlo como había planeado en un principio, o si prefería dejarlo salirse con la suya con tal de que me dejara en mi cocina, tranquila, con mi salsa y mis fideos.
No me atrevía a quitarle los ojos de encima, convencida de que en cualquier instante de distracción atacaría nuevamente. «Miralo» empecé a pensar, ocultándome detrás de la puerta, «Mirá como espera agazapado la oportunidad para saltarme encima. Está completamente loco. Desquiciado, ¡eso es!, desquiciado, un lunático».
Aguardé, pero no parecía tener intenciones de moverse. De seguro su distracción tan evidente era parte de su plan, esperando a que yo me acercara, tranquila y despreocupada, segura de que había sido un desvarío, para abalanzarse sobre mí y asesinarme; así que me decidí: era actuar en ese momento, o jamás volver a ver la luz del sol. Atropelladamente le tiré con lo que tenía más cerca, una cacerola un poco oxidada y chamuscada, hasta aplastar su cuerpito endeble y sus ojos furiosos, sanguinarios, homicidas.
Entonces se me ocurrió que lo lógico era dejarme llevar por un impulso de supervivencia, hacer caso a esa vocecita de adentro que siempre me redactaba sonetos y ahora me contaba cómo hacer para sobrevivir a los malos tiempos, puesto que esa vocecita casi siempre tenía razón; y digo casi siempre porque todos cometemos errores, si bien las pocas veces que no le llevé el apunte sufrí consecuencias horribles, así que, supuse, lo razonable en este momento que tan ofuscada estaba para elucubrar alguna estrategia minuciosa que me permitiera escapar era realizar todas y cada una de las conjeturas que me dictaminaba, ya sucediera que tuviese o no razón.
Sin siquiera detenerme a discurrir acerca de lo que estaba haciendo, como flotando en un viento nebuloso y estupefaciente, revisé las plantas, cada una, me aseguré de que la tierra un poco reseca ya por el descuido de las últimas semanas no se tragara el líquido como una enorme garganta, aunque el olor me sofocara las fosas nasales y me ardiera, y los ojos me lagrimearan, inspeccioné cada rincón y cada escondrijo, empapando los tablones de madera, las pelusas y hasta quizá alguna pobre rata que se escondía en su recoveco. Salí de la casa como en un ensueño, y en el fondo crecía desde el suelo un gran infierno, no lo veía porque temía darme vuelta y ver a mi enemigo, si bien tenía la certeza de haber acabado con él, pero aunque no tuviera el coraje de mirar para atrás sabía que era un enorme infierno rojo por ese olor a azufre y a kerosene.