domingo, 27 de julio de 2008

Desesperante

Por lo general cuando uno ya no siente ganas de vivir, opta por la reprobable y cobarde muerte por suicidio, para lograr olvidarse de los maltratos universales, de todo aquel vómito de adjetivos ofensivos, y las pilas de platos sin lavar, del gato del vecino que maúlla noche negra tras noche negra, y la figura inútil de la luna que nunca baila para su canto enamorado de gato, o sus patitas sucias de bestia callejera, aunque él seguirá maullando y llorando aunque ese círculo amarillento y peregrino no lo escuche, o pretenda no escuchar y no baile para él.
Existen muchas opciones elegibles para cometer esta ceremonia fatídica, la mayoría muy poco decorosas que dejan los pisos pegajosos con coágulos, o hasta pueden detener los trenes y hacer a los hombres de traje llegar tarde a la oficina, o que vayan a dar una vuelta, tal vez fumarse un cigarrillo y si es necesario reflexionar sobre la vida. Y aquí es donde se produce una nueva ramificación de los caminos, y el individuo podría, en algunos casos, dejar de pensar tanto en el trabajo, volver a su casa y cenar con su familia, a lo mejor más tarde acabará desempleado, pero ahora está con su mujer y sus hijos, y realmente ése es un asunto trivial que no le interesa, al menos por el momento; o bien podría optar por melancolear acerca de sus problemas y no saber dejarlos ir, entonces convencerse de que el suicida no estaba tan errado y recomenzar un nuevo ciclo de trenes y atrasos y pensamientos sobre la dicotomía de la vida y la muerte.
Por supuesto que es mucho más fácil dejarse arrastrar en el veneno y ahogarse intencionalmente para evitar el ardor asesino.
En algunos casos, el ser es aún más cobarde que la idea del que salta abajo del tren, o el que cree abrir con su piel una puerta, aunque sea una ventana. Y como llorar y decirse desgraciado, inútil, pobre diablo, etc., tampoco es suficiente, hay que jugar con la muerte, dibujarla en el brazo, la pierna, la espalda, pasarle lentamente el filo agridulce para mostrar que se tiene su número de teléfono sin atreverse a llamarla.
Cuando se quiere extirpar un dolor que se abraza inextinguiblemente a las células y no se quiere pensar en el suicidio, lo mejor, o por lo menos lo que requiere menor esfuerzo para la impasible tristeza vagabunda del humano, es esconderlo con humillación bajo la alfombrita del living-room. Sabemos de todas formas que a la larga empieza a desbordar, a mordisquear los bordes de la alfombrita, hasta masticarla y deglutirla, que desaparezca por completo y al final de todo, lo único que queda es una inundación sin alfombra y sin muebles.
¿Y entonces? Entonces es preciso construir otra alfombra que disfrace la miseria y la haga parecer pasable, y entramos en otro círculo vicioso, otro círculo de vicios que no se pueden apagar en un cenicero.
La pregunta es qué debe hacerse en ese caso para buscar la felicidad, o si, efectivamente hay que buscarla o esperar que llegue, si es que ha de llegar.
La naturaleza humana en toda su rareza está sorprendentemente ligada a buscar a tientas aquel epítome incierto, sin saber si en verdad existe, si es eterna.
Más bien la felicidad es efímera, es como una burbuja que puede verse, sentirse, pero definitivamente no tocarse. La vemos pasar frente a nuestros ojos, pomposa, en todo su imperioso tornasol, que en todo caso nos causa una fascinación ciega e inexplicable, sin sentido ni dirección. Y en cuanto pretendemos atraparla, pum, estalla, y volvemos los ojos decepcionados al mundo otra vez gris, esperando otra burbuja.
La vida se basa en momentos-burbuja. Y nunca falta ese dedo entrometido, ese alfiler curioso, y entonces pum. Felicidad, momento-burbuja, y soberanamente pum, sin el gris del fondo o de las letras. Y entonces pum,




te amo.

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