A todos nos gustan los cuentos. Cuentos de hadas, de piratas, de ciencia ficción, de misterio. Nos gustan por eso, porque son cuentos; porque la realidad no siempre es agradable, porque en la realidad existe lo imposible, lo triste, lo obsceno, la guerra y la miseria. Y alejado, allá a la distancia, en un mundo ajeno, rodeado de una magia sutil y tornasolada están los cuentos, las camas mullidas, la niñez, el abrazo materno, lo imposible hecho posibilidad. Pero pienso que, además de eso, los cuentos tienen algo más. Tienen ese noséqué tan desarraigado de la vida cotidiana de café instantáneo, trenes, valijas y subtes, esas ganas de desconectarse, de, al menos por unos minutos, dejarse llevar por la voz narradora.
Cuando evoco memorias de mi infancia, me es indispensable trasladarme a la casa de mis abuelos allá por el año 98.
Allí, en un en una estructura casi como la que describe Hesse en Demian, estaban a la vez el mundo claro y el oscuro. El verano, las mariposas anaranjadas en las flores, el jardín de la quinta, la pileta, los perros, la casita de madera, el árbol de nísperos, el gnomo de la salamandra que nos agasajaba con chocolates todos los inviernos. También las Navidades con sus guirnaldas, el olor de las cartas escritas en marcador dorado con los pedidos más estrafalarios e incoherentes, las luciérnagas que intentábamos atrapar en frascos de vidrio, el aroma a torta, los helados, el ruido de los envoltorios, el olor a espiral, los gestos de asombro y los juguetes nuevos.
Mi momento favorito, sin embargo, era el que tenía lugar durante algunas noches mágicas. Era el mundo misterioso, lleno de susurros y secretos, que se rompía como un encantamiento sobre nuestras cabezas. Este otro mundo tenía lugar entre nosotros en pocas ocasiones; pero a diferencia del mundo de Sinclair no era un mundo temido, morboso, retorcido y pecaminoso. Era una isla a la que no siempre accedíamos, un momento tan único y deseable como un trébol de cuatro hojas o un pelo de unicornio. Era un instante en el que todo era posible; de alguna manera u otra, la conversación nos había arrastrado hasta ese punto. Y ahí estábamos, entre copas de vino, el frío de las noches de verano y la música de los grillos. “En el chalet de Granny en San Fernando…”, empezaba alguno, con el aire de quien cuenta una leyenda o una confidencia. Y bastaba con esa única frase para saber que, sin quererlo, habíamos entrado a esa burbuja secreta y misteriosa que eran las narraciones de mis abuelos.
Y no había opción más que escuchar. Nadie se oponía a conformar parte de este secreto mágico, puesto que en ese momento no había secreto ni historia más importante, ni música más solemne que el murmullo de la voz de mis abuelos.
En la hora en que todo es posible, en que las hadas son reales, los duendes se esconden en la chimenea, el reloj da sus campanadas y el viento canta sus secretos más insondables, en esa hora mágica y perfecta, nos reuníamos en ronda, mandíbulas colgantes, los ojos entornados, la mirada perdida en mundos lejanos y recuerdos de cosas que jamás habíamos vivido, las cabezas ladeadas, los las piernas recogidas sobre los almohadones o colgando de las sillas, y nos dejábamos arrastrar en el dulce arrullo de las historias de fantasmas, aparecidos y premoniciones. No podíamos más que abandonarnos al murmullo de la voz de Dito y Martita, a la melodía de sus leyendas tan palpables y cercanas, a sus historias de aparecidos, casas encantadas y voces misteriosas. No existían lugar ni tiempo; todos nuestros sentidos estaban concentrados en tan sólo oír los misterios que nos serían revelados. No podíamos más que abandonarnos a las imágenes que salían de sus bocas y se dibujaban en el aire; la única condición era oír bien… y creer. Y nosotros nos abandonábamos gustosos, nos dejábamos arrastrar por esa incansable marea de enigmas y encantamientos que son los cuentos, nos permitíamos creer.
A todos nos gustan los cuentos. Pero lo mejor de éstos es que no eran tan cuentos. Eran realidades, ciertas o no; pero eran reales, y eso es todo lo que importaba. Era una puerta miniatura, una rendija en la pared entre lo real y lo increíble por la que nos permitíamos espiar el mundo de lo fantástico y ver que, quizá, después de todo, no estaba tan lejos como creíamos.
Y con este libro, lo único que espero es que el lector, arrellanado en su sillón preferido, acurrucado en la mullida comodidad de su cama o hasta sentado en un incómodo y extraordinariamente rígido asiento de tren pueda, al igual que en mis días de infancia, simplemente desconectarse por unos segundos, dejarse llevar; que puedan abandonarse como yo lo hacía, trasladarse a un cálido hogar en invierno, a una misteriosa noche de verano, olvidar por un momento el mundo de maletines, boletos de subte y facturas, y simplemente sumirse al encanto de estas historias para poder, al menos por unas horas, creer que la magia es posible. Sí, por sobre todas las cosas, creer.
Introducción
Me siento en el sillón, lápiz y papel a mano, y espero. La habitación está igual que hace años, las paredes forradas de bibliotecas, las botellas de whisky vacías y rellenas con arena, los libros con sus tapas de cuero verde o bordó y letras doradas, la cama prolijamente hecha, los libros sobre las mesas y más libros guardados en cajas, la lámpara sobre la mesa de luz, el placard, el cuadro viejo. Aún me recuerdo con ocho años, desempacando y hurgando entre las cajas de mudanza en busca de algún objeto maravilloso, fascinada por los teléfonos viejos, los vestidos y sombreros que luego serían suntuosos disfraces, ensimismada en un libro de Anastasia Nikolayevna repleto de fotografías en blanco y negro.
Por fin llega Dito, siempre alto, siempre correcto, siempre con sus modales calmos y pausados. Lo miro:
— ¿Me contás? — sonrío.
Estoy lista para dejarme arrastrar, una vez más, como si fuera esa niña que buscaba hadas entre las margaritas, a ese país de ensueño que son las narraciones de mi abuelo.